En su puesto del mercado Modelo de Chorrillos, Julian Quispe da los últimos toques de sabor a la parihuela que lo hizo famoso. Con mandil blanco y sonrisa triunfal, Julián cuenta la interminable lista de mariscos que le pone. “Acá vienen varios turistas que nos conocen por el Internet desde que mi parihuela salió en los libros de La Gran Cocina Peruana de Gastón Acurio”, dice.
La esposa de Julian sirve dos platos humeantes a una pareja de turistas que esperan sentados en una mesita con mantel a cuadros. “Esta es la campeona”, aclara doña Isabel. Así llama a la parihuela especial (lleva de todo: pimentón, ají panca, ají amarillo, orégano, laurel, chicha de jora, pescado, espinazo y cabeza de pescado, camarones, calamares, choros, conchas, culantro, perejil, cebolla china, kion). “También tenemos la de lalcasa, pero la campeona es la más conocida porque Gastón la ha filmado en su programa”, comenta.
La radio suena frenética en el puesto vecino, donde cuelgan guirnaldas de papel crepé y un despliegue de chucherías se entreveran con la ropa colgada: muñequitos de plástico, ganchos, bisutería, carritos, agujas, calcomanías, aretes, pilas, lápices labiales, ropa interior y un cartelito que anuncia que allí también se hacen zurcidos.
En la Cooperativa La Unión de Miraflores todo se vende, desde CD metaleros de Iron Maiden hasta otros más sesenteros de Palito Ortega. Juguetitos en miniatura ocupan una vieja vitrina y a un lado la renovadora de calzado limpia también gamuza y arregla carteras. En el puesto # 5, un agricultor que salió de Áncash hace 30 años dejando atrás tanta pobreza cria canarios y vende abono. La señora Gaby García compra pasamanería y productos de belleza. “Acá conozco a todos mis “caseros” y nadie me engaña porque les compro desde que me mudé a este barrio”, cuenta.
GESTOS AMIGABLES
La periodista española Laura Giral escribió en sus crónicas de viaje –su página web se llama El Trotamundos que es en los mercados de Lima donde se descubre la riqueza de la comida peruana y el espíritu encantador de la gente.
Hoy en día, entre el semiabandono de sus locales y la cada vez más contundente presencia gourmet de los productos peruanos que allí se venden, algunos viejos mercados de barrio sobreviven como un testimonio de una ciudad que alguna vez, lejos del frenesí comercial, fue tranquila. Los mercaditos, alegres, humanos y diversos, van despareciendo al ritmo de una modernidad que no fía ni da yapa ni llama al “casero” por su nombre.
Los primeros mercados de abarrotes limeños nacieron a principios del siglo pasado. Hasta entonces solo había ferias ambulantes. Las amas de casa, acostumbradas a esperar al carrito lechero, yendo al mercado podían encontrar leche, fruta, verdura y pescado fresco en un mismo lugar.
El antiguo mercado de Breña, fundado en 1932, se resiste a desaparecer, asfixiado como tantos otros por la competencia de los supermercados. “Esto no es lo que alguna vez fue; acá venían alcaldes como Alfonso Barrantes, e incluso el ex presidente Fernando Belaunde estuvo una vez cuando inauguró su local en el Jr. Washington, en el año 70, y le invitamos un vasito de vino”, cuenta Rodrigo Altamirano, quien tiene 47 años trabajando en la sección de aves del mercado. “Acá se mataban los pollos a la vista y la gente se los llevaba calientitos de frente a la olla”, recuerda.
Josefina Navarrete y Miguel Santolaya son pioneros del mercado de Santa Cruz, en la calle Mendiburu, limite entre San Isidro y Miraflores. “Desde que llegué a la capital en el año 52 he trabajado en varios mercadillos de Lima. Primero en el 27 de noviembre, de ahí salimos al Toribio Pacheco”, cuenta don Miguel. “Me vine al de Santa Cruz en el 67, cuando el Dr. Mario Cabrejos, que fue el mejor alcalde que ha tenido Miraflores, lo inauguró solito, sin la ayuda del gobierno”.
Josefina agrega que, desde que trabaja, hace 40 años, su hermano se amanece casi a diario para comprar verduras frescas en La Parada. “Nosotros cojemos verdura por verdura y nada va al congelador como en los supermercados”, nos dice mientras le despacha a una “casera” que asegura que prefiere comprar en el mercado de su barrio. “No todo el mundo quiere ir a comprar en carro. A mucha gente le gusta recorrer el mercado de puesto en puesto. Yo vengo porque todos los días encuentro pescado fresco que ya casi no hay en otros lados”, nos indica.
MERCADO DE VALORES
Los viejos mercados ahí esperan a su suerte. Solo en Lima hay 1.200. Unos cuantos sobrevivirán gracias a algunos visionarios y a la Confederación Nacional de Mercados, que tiene un proyecto para modernizar 40 y construir otros más. Para fines de este año, el mercado de Surquillo será la meca del turismo gastronómico; sus tres plantas estarán dedicadas a la buena comida. Un elaborado proyecto contempla la creación de una escuela de chefs y un taller de cocina con productos de primera calidad. Gastón Acurio tuvo la buena idea de convertir este espacio en un lugar privilegiado que tendrá, además, bulevares, tiendas de artesanías, florerías y puestos de comida al paso.
Un claro ejemplo de la importancia que tienen los mercados es el Bourough Market, en Londres, uno de los mercados de alimentos más antiguos del mundo y uno de los puntos turísticos maá vivos de la ciudad. Sigue ubicado en el mismo lugar desde hace 250 años y aún permanece como el mercado de delicatessen más importante y el mayor centro de abastecimientos de todo el país. Otro ejemplo es el Mercado Municipal de la Boquería, en Barcelona. La Boquería, que recibe a dos mil turistas diariamente, se ha convertido en un símbolo de la ciudad. Sus orígenes se remontan al siglo XII, cuando fue un popular mercado ambulante junto a las murallas de la ciudad. Hoy, con 270 puestos, es el mercado más grande de España.
Muchos opinan que el mercado de Barranco pudo haber sido un importante punto turístico si la visión y sensibilidad de las autoridades municipales hubiera sido otra. Era un espacio encantado hasta inicios de los noventa, con un atractivo caos de carretillas de flores y frutas en plena calle.
Los barranquinos de siempre y los que llegaban de alguna juerga nocturna recalaban a cualquier hora para comer un tonificante aguadito madrugador o un ceviche con cerveza y canchita. Entre los pequeños negocios del entorno había una vieja renovadora de calzado que arreglaba los zapatos por lo que cuesta un chocolate, y un sastre que hacía composturas con su trajinada Singer.
Había también bazares en los que se vendía de todo y viejas bodeguitas que sacaban a los parroquianos de cualquier apuro y donde se reunían los amigos por las tardes a conversar.
Un alcalde en los noventa mandó sacar las carretillas para “ordenar” la zona y a inicios del 2000, sin ofrecer alternativas e ignorando el potencial turístico que había en su conservación, el alcalde Martín del Pomar vendió en subasta pública el viejo Mercado Municipal, donde en su lugar hoy un frío supermercado vende todo envasado y congelado.
Un misterioso incendio del local de enfrente, donde había pequeños negocios, dejó a los antiguos comerciantes y trabajadores en la calle y lo que había sido parte de la historia del distrito fue derribado para convertirse, de la noche a la mañana, en una playa de estacionamiento.
BASTIÓN SURQUILLANO
En el mercado de Surquillo, donde va gente de todas partes, las tejedoras de crochet exhiben sus manteles colgados, como banderas, en la puerta del local, frente a la Vía Expresa. Ahí adentro, la señora Betty tiene un puesto de confitería donde vende queques recién horneados. Las frutas deshidratadas y el anís estrellado de la India “salen rápido porque los chefs más importantes vienen a cada rato a comprar acá”, dice orgullosa.
En la Cooperativa Unión de Miraflores, como en muchos mercados de Lima que aún sobreviven al paso del tiempo, los verduleros siguen allí.
Los que venden pescado, abarrotes, pasamanería y flores todavía permanecen. En su puesto de abarrotes, Constantina pica el ají y los ajos para que estén frescos, del día.
El cargador con su carretilla transporta las mercancías y la paisana con su falda de colores todavía vende hierbabuena en su canasta. Los turistas toman fotos y comentan sobre el extraño sabor de la lúcuma y la sorprendente variedad de papas.
El olor de los mangos y el culantro se mezclan con el de la ruda que ahuyenta la mala racha. Las viejas balanzas que nunca fallan se resisten a ceder su lugar a las modernas digitales, y en el techo todavía cuelgan las guirnaldas de papel de la última Navidad.
Por María Laura Hernández de Agüero - Somos
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